sábado, 16 de diciembre de 2017

Fin

Si concebimos la poesía como confesión íntima, el arte aparece como un camino largo, múltiple, sinuoso, cuya única meta es expresar la personalidad del yo del artista de una manera total, tan minuciosa, tan hasta el fondo de los recovecos personales, que al final ese yo se habría desarrollado y acabado, abrasado y desfogado; sólo entonces vendría lo superior, lo suprapersonal y supratemporal, sólo entonces el arte estaría superado y el artista se hallaría maduro para convertirse en un santo […]. La función del arte, por tanto, en la medida en que afecta a la persona del artista, cumpliría así la misma que la de la confesión. El fin y la meta del artista no serían el arte por el arte o la obra en sí misma, sino la superación, la renuncia, el sacrificio del yo, limitado y prisionero de complejos y sufrimientos, en aras de la tranquilidad del alma y de la santidad; la meta, pues, sería desarrollar el yo personal, convertirse en santo, de tal forma que ya no se reacciona ante el mundo y el tiempo, sino que en su estado anímico, el caos del mundo se transforma en sentido y música, en un Dios todopoderoso.

lunes, 27 de noviembre de 2017

Alvaro Mutis

¿Para qué el poema?

Es un deber con tu intimidad, con tu alma. No se trata de escribir poesía, sino tu poesía. Dejar en palabras esa parte tan secreta del ser, desconocida para uno mismo, que florece con el poema. El poema dice a otros, pero sobre todo al poeta mismo: “Tú eres esto.” Es un destino que te acompañará hasta el día de la muerte.

¿Se lamenta del destino?

 Mi lucha es con el poema, con las palabras. Mi vida está hecha precisamente de eso, de ir siguiendo el paso del poema. Lejos de lamentarme, ser poeta ha sido una ayuda enorme para vivir.

La esencia...

La poesía tiene que ver con lo sagrado. Escribir poesía de verdad, no escribir retórica, ni cosas bonitas, sino las verdades esenciales que te acompañan, que encierras en el alma, es como una llave de lo sagrado. Escribir poesía es orar. Si el poeta no está orando, no está haciendo poesía, sino retórica, figuras frías, ingenio. Como poeta estoy en contra del racionalismo seco, estéril, contra la esclavitud de lo racional. Lo racional no basta.

Identidad...

Una planta que crece.

Temer...

 El poema va a donde uno no sabe, no puede o no se atreve a ir. Eso es lo que hace el poema. El poema no teme, va.

Hay una aridez a la que es mejor no acercarse...

La miseria está dentro y tiene que salir en el poema. Si no sale, el poema es falso, es manco, sería un poema que ha perdido la agilidad, la soltura para moverse en el mundo de los hombres.

El destino del hombre...

 El destino del hombre no es la felicidad. Hay que saber sufrir y saber que ese sufrimiento nos está formando y nos está dando una plenitud, una cierta verdad sobre las cosas. Prefiero a poetas menos felices, como Baudelaire. Ahí está presidiendo mi estudio. Ahora, si el poeta no es amigo de sí mismo, no puede escribir poesía. Tienes que quererte, con tus debilidades, que conoces mejor que nadie, pero quererte.





martes, 7 de noviembre de 2017

La Balada del despertar


"Cuando un adulto entra en el Mundo de las fábulas, ya no puede salir más".

Vivía en el Mundo mágico, era un Héroe, el principio de este largo relato, lo maravilloso naturalmente formaba parte de su vida de todos los días. En la casa dorada, Yezidi, adorador de lo Oscuro, iniciado en los secretos ocultos más misteriosos, responde ante la pregunta tajante: 

                                               ...."Como todo el Mundo: ser mejores".

Verdad de una simplicidad luminosa que dice mucho más.

 En su comedia humana, somos capaces de decir todo, pero también lo contrario. Lo esencial es abordar la vida como una aventura, con fantasía y júbilo. Todo un arte.

"He querido ofrecerte una emoción, porque llevabas contigo un Mundo fantástico. Dispuesto a surgir en cualquier momento, un gesto imperceptible y se transformaba, improvisaba unos diálogos hilarantes, con que los objetos cobraban vida, y se rebelaban. "

Toda energía en un cuerpo desbordante, Salomón. 

Los años son siempre un poco largos.  







jueves, 26 de octubre de 2017

Mirarte

"...la cara de mis alucinaciones. Los ojos alucinados. Los rasgos angulosos, tallados por el dolor. El hombre soñador, diabólico e inocente, frágil, nervioso, potente. Cada vez que se cruzan nuestras miradas, me sumerjo en mi mundo imaginario. Realmente, es un hombre alucinado y alucinante."


Sabía que era tan sólo un  niño cuando lo conocí,
sabía ser él mismo aunque no supiera realmente que yo le veía descalzo
de pies a cabeza,
su mirada fuerte sentía ese abismo y me decía que quería la aventura de la vida.

Yo lo seguí, era habitual en mi seguir ese tipo de conductas, desarraigadas,
ambivalentes, quería su ser más que nada, su voluntad.

Una tarde dejó todos sus máscaras y se puso a llorar,
el día era frío y esperábamos el tren, aunque él nunca esperaba nada realmente,
viajábamos al Norte, pero él a ningún lado, siempre parecía tan lleno y tan perdido.

Sordo, ciego, mudo, de sus sentidos humanos,
aunque consciente, vivió una vida larga y  maravillosa, realmente dentro,
muy dentro, había algo más, que tan sólo palabras,
había un ser que gritaba y reía, que sentía de una forma tremenda,
pero no sabía realmente que era,
aquel pequeño niño que lloraba cuando el Sol no quería salir de él.

Una mañana lo vi desde muy lejos,
él preso de una inmensa calma sobre la montaña, muy alto, muy lejos,
apenas apreciable, tenía una postura erguida, y una mirada más lejana que como yo lo veía
 y el sabía,
que siempre estaba ahí y él no, él era esencia, producto, viveza, candor,
yo era fría sobre el manto de la vida.

Aquel Sol que llevaba dentro, nunca salía, nunca era visible,
porque decía él, que le dolía llevarlo, que no podía mostrarlo, porque el peso era enorme,
y era consciente que el peso era profundo, más profundo que algo apreciable,
 no debía dejarlo salir a la luz del día,
aún era muy temprano, y le causaría un profundo dolor.

Siempre supe que morir en vida sería algo difícil y aún así sigo en pie caminando cada día sobre mis parpados pesados como el hierro.





Inocencia


Mi pequeño rostro de arena recorre tú luz,
mira como eres, ahora que estás hecho de sal
y que tus manos saben querer.

Hace muchos años escribí una historia,
que alzaba los corazones con tan sólo escucharla,
esta historia no era para cualquiera,
sino para los oídos capaces de oír,
en lo más profundo:

La luz poso la mirada sobre cada pétalo,
nuestros rostros se volvían rectos,
y nuestros ojos grises sobre la más cálida luz del Sol,
calzaban con un espíritu colérico.

Cierra los ojos sobre tus vacíos,
hay un niño de fuego.

Muy joven sentí lo duro y frío de la existencia,
mis ojos vieron el dolor de cerca,
mi corazón seguía latiendo y mi ser se desmoronaba,
déjame morir un minuto más.

Cuando abrí los ojos dentro de la fría muralla de piedra,
sentí la soledad más profunda del Mundo,
y mis ojos se hicieron trizas,
y tuve que ser más fuerte de lo que podía.

No pude gritar cuando lo vi morir a causa de mí,
su pies fríos, la sangre corría en su pecho fuerte.

De niña pude ver, a los que se miran tras la ventana,
rostros sucios, rostros duros, invisibles para mí,
que huía con un tono inseguro,
de mis pies de niño,
de mi inocencia perdida.

Un ser corrompido.






martes, 17 de octubre de 2017

Retrato de un Aventurero


"Soy el Océano Pacífico. El mayor de todos. Me llaman así desde hace mucho. Pero no es cierto que esté siempre así. A veces me enfado y la emprendo con todo y con todos. Hoy mismo acabo de calmarme de la última rabieta. Creo que barrí tres o cuatro islas y destrocé otras tantas cáscaras de nuez, de ésas que los hombres llaman barcos"...


El aventurero no está, en último término, al servicio de nada. Por eso parece difícil hablar de su dimensión, puesto que él es justo lo contrario en esencia. “Esencialmente ajeno al fanatismo y al maniqueísmo, el aventurero se compromete con una causa sin adherirse a la misma, y si arriesga su vida lo hace más por su propia salvación que por la victoria.”Su catecismo es la acción y descree de ideas o doctrinas, porque su móvil no es el altruismo sino su incompatibilidad profunda con el mundo tal y como se le ofrece. Su rebelión es una búsqueda constante de ese instante supremo que Von Salomon describía como “aquél en el que una vida se encuentra condensada, aquél que nos confirma estar a la altura de todo un destino, aquél que nos hace sentir el verdadero valor del mundo”. Ese momento en el que, en el decir de Borges, el hombre sabe para siempre quién es. Para el aventurero la acción no es más que una búsqueda constante de sí mismo, y por ello todas las doctrinas le son accesorias: las revoluciones sólo afectan al orden social y político, pero lo esencial – la que sería la victoria última y definitiva, la transformación del hombre – se les escapa. “Ningún Estado, ninguna estructura social crean la nobleza del carácter ni la cualidad de espíritu. Todo lo más pueden crear  las condiciones propicias, lo que ya es mucho”.El aventurero sabe que lo esencial sólo depende de uno mismo, y eso hace de él un solitario irreductible. Y sabe que “sólo hay una victoria, y ésta es eterna: esa que no tendrá jamás”,lo que le convierte en un ser tan lúcido como desesperanzado. El aventurero solo otorgará su lealtad a seres concretos, en virtud de lazos invisibles de empatía y afinidad: “quiero aproximarme a un hombre por su naturaleza y no por sus ideas. Quiero la fidelidad en la amistad, y no la amistad condicionada a una actitud política. Quiero que un hombre sea responsable ante sí mismo, y no ante una causa, aunque fuera la de los oprimidos”. El aventurero no es moral. Su ética es la acción, ésta no atañe a nadie más que a sí mismo. Y si lucha contra algo a lo que considera una forma particular del mal, lo hace a sabiendas de que nadie es el culpable último de ese mal, y de que los malos también pueden tener sus razones.



 “Yo no tengo enemigos, sólo mis propios intereses”...


miércoles, 11 de octubre de 2017

Cumbre


“A veces también se me acaban las sonrisas para ti, a veces también se me acaban las ganas de escribirte. Pero te quiero, ojalá lo entiendas, siempre te quiero, pero a veces mis abrazos no tienen calor y mi boca no sabe que decir…"

Si se hizo de mí una hoguera fue para curarme de estar en el mundo.  (otro)


"Abandono de todo plan literario. Las palabras son más terribles de lo que me sospechaba."

viernes, 6 de octubre de 2017

Sara en el umbral

La mujer que ensueña con un velo de razón
que te estremece sobre sus brazos de hiel
con sus cabellos serenos, tranquilos,
infinitos sobre su nuca y su piel.

Mira la razón que cuela sobre sus párpados húmedos
y entiende más de lo que sientes,
te sobrecoge con sus ojos pálidos,
y quiere ser más.

Bajó de un tren para esperarte en su sombra,
que cálido es sentirse de esa manera.
Verla ante la penumbra y saber que te observa.
Llorar fue lo que hiciste ayer.

Me paro ahora frente a tú paisaje.
Bajo esa Tierra sin caminos.
Hay muchas razones para mí para desaparecer.

Ayer yo existía sin saberlo.
En medio de este paisaje la naturaleza es mía.

Una benigna razón gobierna, cuando el origen de las estrellas
es probado sobre nosotros.

Estamos llenos de secretos,
él podría estar un poco exaltado,
sabes que he pasado tiempo sobre el cáliz de fuego,
 y es cierto lo que se ha dicho.

Esa abrasadora mirada que intenta decir,
regresemos a nuestro Mundo.

Escribo del ápice de la voluntad,
sé que a veces decirte que ya he vivido mucho no es suficiente,
la experiencia vuelve a mí y también saber comenzar.

En su pecho desnudo vi nacer una luz,
su camino es un poco más brusco,
un poco más absurdo, entre fuego y hiel.
Apresurada entrega, ciñe, su figura tenue.
La marea se torna pesada y la llave sufre.

Se tornan azules los seres que ella ve,
la Mujer que había sido siempre sobre la copa de la vida.
Hacer frente a Sara en el umbral de la inocencia.
Ella camina, y ve profundamente a través de ti.

Cuando pronuncias su nombre aparece en el umbral,
su mirada es dura para muchos,
azules son quienes entienden la décima parte del Mundo,
quienes enfrentan sus ojos, giran en un Mar de brumas.

Espera, tranquila, incauta,
a los pies del jardín, al comienzo del camino.
El caballo ruge, se aploma,
poseído por la voluntad de quien aguarda.

Las raíces calan ondo en quienes tienes los rostros azules,
Sara, es díficil de obedecer a mis instintos,
eres un hombre vestido de oro.
No puedo mentir y no tengo elección alguna.

Destrozó su rostro y se fue a la fuga,
sentir el frenesí, la exaltación, la lucha;
¿Qué de bueno hay en morirse?
cuando simplemente no sabemos que hacer.

Aguarda en el umbral hasta el amanecer,
tú propio amanecer,
que la lluvia del invierno sea tú sangre.
Sara me abrazó y me sostuvo,
cuando caí hasta lo profundo y sostenía mi voluntad,
con temor, con miedo.














miércoles, 4 de octubre de 2017

El Mago


"Me gusta aquella forma de ser, en la que pueden confluir una visión del mundo y postura que de cierta manera genera criterios o hasta caos, el hermoso caos… Aquella intelectualidad que no colecciona datos, sino que emplea lo que tiene a la mano…"

                                              

Yo lloro debajo de mi nombre. 

Yo agito pañuelos en la noche y barcos sedientos de realidad 
bailan conmigo. 


Yo oculto clavos 
para escarnecer a mis sueños enfermos. 

Afuera hay sol. 
Yo me visto de cenizas. 





"Pequeño diario, cómo las palabras se pueden repetir en mi mente de tal manera, aunque lo hayas dicho antes, dime que no lo siento, que no lo entiendo, sabes que has puesto las palabras sobre mi boca, porque sólo busco a esa persona que entiende de esa forma. Una mañana desperté y ya era de noche, le dije a todo el Mundo, pero todos creían ver el Sol; cuando pequeña el Mundo era diminuto porque las hormigas caían en el, y ahora conozco y ahora sé; que el Mundo que buscaba en mis cuentos existe en algún límite cuando sientes; sientes que el hogar donde naciste se te hace hielo, y que tienes que salir a buscar el fuego de los hombres" 


Sobre tu rostro


¡Quien pondría esas palabras sobre tu boca!
¡Sobre tu rostro, impío!
serpiente que brota y renace;
sabes que sobre tu rostro cae una sombra,
aprecia esa pequeña lucidez del alma:

Sabes una cosa,
pequeño libro;
si miles de soles cayeran esta mañana,
y sólo nosotros entendiéramos lo que esta sucediendo;
ahí sabrías que debes correr sobre tus ojos y mirarme,
porque tan sólo una mente hace falta en este tiempo,
esa que esta dispuesta a crear ventanas
y puertas sobre el vacío entre nosotros.

La piel que te cubre hace de sombra,
un puño de hierro sobre tú hombro,
que frío es el silencio cuando se escucha bien.
Una vez quise ser sincera,
pero todos dieron la espalda al Mundo,
mi sable sabía a sangre y roble,
y bajo las ataduras de un gran Rey, vi el Sol nacer como nunca.

Cuando me convertí en un hombre de historias,
supe contar mejor lo que había sentido,
no de forma real como aquellos hombres,
sino como aquel mito,
del hombre en su castillo,
 que vivía preso de un sueño,
y sus días pasaban y sus noches pasaban,
más su sentir se hizo grande y cuando quiso volver,
vio su reflejo en el agua.

Aquel reflejo era gris puro,
y su mirada era dura;
no sabía ya de que se trataba todo esto,
sólo sabía que su guerra había comenzado,
y que su sable empuñado debía morir.

El rey del solsticio de verano vio nacer aquel hombre,
de mirada dura y sable empuñado,
le dio una orden, tan sólo para saber,
que existían seres tal como él,
que entendían más haciendo,
y dando a cabo y morir y nacer.

Sabía que aquella mañana era especial,
porque un hombre murió cuando el Sol nació.

"Sobre mis pisadas,
el suave viento de la mañana,
rocío de lágrimas,
sobre el corazón, un sable".











lunes, 2 de octubre de 2017

...lo he dicho otras veces, pero no me importa insistir en ello: el verdadero ser ha sido, ha de ser y  de estar, siempre, al borde del precipicio. Es la única forma de atrapar lo desconocido, darle forma, hacerlo existir de una vez por todas. 
Lo difícil es estar al mismo tiempo que atisbando en el precipicio sostenerte en el filo de la navaja, vivir de un extremo a otro, en el extremo de todo.



Pequeño Niño






 "La literatura nos ayuda a mejorar nuestra comprensión de las personas, y éstas nos ayudan a mejorar nuestra comprensión de la literatura. Si no podemos escapar del calabozo, al menos podemos mirar a través de los barrotes. Mejor eso que permanecer en el rincón más oscuro, echados sobre el jergón."

miércoles, 27 de septiembre de 2017

En el parque


Cuando quise mirarte a los ojos y hablarte de ti mismo:

Imitaría yo tú rostro y tus gestos,
hablaría también, de modo que se creyera un reflejo,
en esto estaba siempre,
conmigo y todos los personajes que vivían en mi cuerpo.

¿Estás preparado para revivir aquellos tiempos?

Estoy a bordo, estamos listos para zarpar,
pero no es tan pronto,
para pretender irnos totalmente de nosotros.

Debes ser múltiple, construirte y recontruirte,
tan sólo con mirar,
ser un músico o un poeta,
entender los modos y las formas,
ser el autor y protagonista,
irradiar y reflejar.

También saber ser,
ser un Maestro y aprender,
todos los finales son también comienzos,
la fuerza y la voluntad.

Empezar en mí y terminar siendo vos.









martes, 26 de septiembre de 2017

Salomón

Salomón era un joven que aprendió a ser mirando las estrellas en el firmamento, sabía leerlas completamente y más aún entenderlas, las desmenuzaba una por una y luego armaba un sinfín de historias y alegres canciones, los niños lo miraban bajo el Sol de la plazoleta de la ciudad.

La muerte de Salomón fue el principio de un final, el niño celeste que nació con mirada perdida. Aquel día de inicios de primavera, era adecuado para comenzar, con tal profundo deseo de sentir. El espíritu de creación se alzo ante los ojos perdidos y Salomón dio un soplo, respiro, abrió los ojos, y empezó de nuevo; a simple vista pareció ser el mismo, pero dentro, muy dentro, algo había cambiado, en lo más profundo ante el amanecer del Sol.

¿Que tienes Salomón? Salomón tenía un rifle que debía disparar, su corazón era cálido, más su mirada se apagaba tras un velo de incertidumbres. En su niñez varias veces había sentido un sentimiento semejante, y cuando recordaba como veía el mundo con esos ojos, sus recuerdos comenzaban a cobrar vida y su mirada se nublaba, se nublaba, para ser más sobre aquel recuerdo.

Salomón había sido creado para entender las formas más simples y más necesarias para vivir dentro de un Gran Mundo de caos. Cuando él miraba al Sol, también nos miraba a todos nosotros. Existía un secreto profundo guardado por la mayor de las voluntades.

Quien da vida, entiende, que todos existen bajo el mismo velo. 




martes, 19 de septiembre de 2017

Alma de niño


     Sí, había sido joven una vez, y no un joven común; había soñado con grandes ilusiones, había exigido mucho de la vida, y de sí mismo. 

     Aquel joven que se perdía esperando una mirada divina, aquel joven que se obligaba a ser fuerte, como todos hacían, también tenía una historia que contar.  Aprendía de la vida con cada día, aunque un gran túnel dividía su Mundo profundo del común de las calles y caretas.

     Se paraba frente a todos esperando respuesta, vivía con aceptación su propia debilidad. Entendía que el techo seguía lloviendo y en el ático, la oscuridad enmudecida quería ser verdad. Así que plantaba los pies en la Tierra y seguía, una y otra vez.

    Con la mirada fija y la voz alzada, entonaba en un tono grave -me quedo hasta que se vuelvan fuertes, veo la realidad y me veo a mi mismo. La naturaleza, el tiempo y el instante.-  No quería ser duro; recordaba aquel cuarto oscuro y su sangre hervía, la mirada se volvía hacia dentro y dejaba de sentir, a veces simplemente miraba al techo, y dejaba que ese sentimiento lo inundará hasta los confines.

     Un sueño es tibio. Con el tiempo, aprendió a vivir de otra forma, y a parecer común, a sonreír y a mirar. Tal vez era azul, el invierno sigue luciendo como si todo se llevara. La bromas también eran una forma de parecer real, y las risas llenaban grandes sacos de trigo. Era un joven de verdad, a veces salía, tratando de llenar su mente de ilusiones vibrantes. Y porque todo se va volviendo lodoso, algún día su rostro será de arena.

     Se estaba acostumbrando a estar sólo, todo lo que era importante para él, lo enterró bajo un árbol, oscureciendo su rostro. En este mundo inestable, lleno de vueltas y vueltas, incluso si aquello lo matara, era un paraíso optimista.

     Sufrió una metamorfosis, menguando una parte; tarde o temprano su rostro se convertiría en arena. Los ojos grises, la voz seca  -háceme no ser transparente- . A pesar de lo oscuro de su camino, sería capaz de averiguar, siguiendo el hilo de sus memorias; el hechicero que se convirtiere en un niño.  Entonces sería capaz de caminar hacia donde fuera para siempre.

    Con el amanecer del Sol, nació un niño, con la mirada de Tormenta. Aquellos eran los últimos días del Sol naciente, los grandes cambios venían desde atrás, el último momento para recoger flores. El corazón del aquel niño era más azul que el Mar, y con el tiempo fue convirtiendo todos esos recuerdos en historias y cuentos. Aquel niño nunca diría un palabra sobre aquel mundo, tan sólo lo haría real.

    El joven de oro con los ojos sellados, aprendió de la capacidad de vivir, estando separado por una gran distancia, vivía en el mismo Mundo, el mismo Mundo. Al igual que el Mar y el Cielo. Se aferro a las nubes, para siempre volver.  Incluso en el sueño, con una figura polvorienta tras la gran escena de la vida, sabía esperar.
Aquel joven, siempre estuvo vigilante, incluso sobre el tiempo más frágil, incluso fue capaz de existir ante todo. Se preguntaba de vez en cuando, que era lo que cargaba, o lo que simplemente, no pudo cargar. Siempre pudo cuestionarse, sin importar cuantas veces; golpeándose frente a la gran puerta. Era simplemente eso, sentir.

   Incluso ahora, el joven mira las estrellas y ríe también. Mira sus manos inmensas en un Mundo pequeño,         -está bien si estos momentos pudieran seguir-. 







Procesión


(…) y te acomodas a un carácter,
lo siembras,
y preparas un destino. (G.)






 Claro, seguimos volviendo
por más, eso es parte del aspecto “humano”
de la procesión. Y hay regiones más oscuras
escritas en lápiz, que deberíamos explorar alguna vez.

Por ahora es suficiente que este día haya terminado.

Trajo su carga de frescura, la dejó caer
y se fue. En cuanto a nosotros, todavía estamos aquí, ¿no? 
(J.A.)




miércoles, 13 de septiembre de 2017

El Tigre - William Blake



¡Tigre! ¡Tigre!, reluciente incendio
En las selvas de la noche,
¿Qué mano inmortal u ojo
Pudo trazar tu terrible simetría?
¿En qué lejanos abismos o cielos
Ardió el fuego de tus ojos?
¿Sobre qué alas se atreve a elevarse?
¿Qué mano se atrevió a tomar el fuego?
¿Y qué hombro, y qué arte
Pudo torcer el vigor de tu corazón?
Y cuando tu corazón empezó a latir,
¿Qué espantosa mano? ¿Y qué espantosos pies?
¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno estaba tu cerebro?
¿Qué yunque? ¿Qué espantoso puño
Osa abrazar su mortales terrores?
Cuando las estrellas tiraron sus lanzas
Y mojaron el cielo con sus lágrimas,
¿Sonrió al ver su obra?
¿Aquel que hizo al cordero, te hizo a ti?
¡Tigre! ¡Tigre!, reluciente incendio
En las selvas de la noche,
¿Qué mano inmortal u ojo
Pudo trazar tu terrible simetría?


lunes, 11 de septiembre de 2017

Mi viaje -primera parte-


(8 de Enero, 50 o 60 años atrás, primeros días).

"A mis 22 años y experiencias."

-La obra destinada a trabajar en lo profundo necesita años de soledad-

Recuerdo ese momento en que leía,
apoyado sobre la ventana que dejaba entrar una luz tenue.
Levantó su mirada, y sus ojos eran tan claros y transparentes como el Mar.

-Pequeño niño- digo- recuerdo siempre esa mirada cálida,
que traspasaba la barrera del tiempo y el mundo. 

-Aquí yace el sueño apacible- responde- quien quiera 
adentrarse a ese sin fin de misterios y miradas,
deberá abrir el baúl de su verdad. 

"Creo que bajo este gran velo que nos cubre,
se teje un mundo hecho de cristal".

Yo veneraba realmente a esa presencia, el torbellino de figuras.
Por eso siento esa extraña sensación de melancolía,
cuando ahora en su ausencia recuerdo esos cálidos días.

Entre la juventud tibia,
intentando sonreír y mirar de forma sincera,
Yo podría a ver quebrantado las reglas,
podría haberme quedado.

Como acontece con los hombres de mirada sincera,
hay una figura para ellos que los marca,
van como guiados hacia los seres que los esperan,
están construidos de materia palpitante.

Quisiera poder contarle,
toda esa razón que escondía tras sus palabras,
en mi emoción infantil,
en mi inexperiencia dado el tiempo,
le gritaba hacia atrás  todo lo que sentía y
él, sólo me miraba con su vista fijada en mis manos,
tratando de decirme algo,
y en un susurro,
todo aquello que tan sólo te hacía sentir,
sentir, íntimamente,
en tu interior,
unos ojos como el Mar.

En  mis primeros años,
cuando empezaba a aprender sobre la escritura,
y los grandes designios del pensamiento,
nos enseñaban a dibujar, innumerables formas y figuras,
a entender la vida y sus símbolos.
Aprendíamos a escribir sobre toscos trozos de hojas acopladas,
unas con otras,  y el delicado uso del pincel.
Pronto me encanté, y desde esa época,
sigo dibujando y escribiendo,
día tras día, noche tras noche.





viernes, 8 de septiembre de 2017

Para Elisa


La cosas que piensas me hacen creer realmente en una verdad,
acaso no entiendes las consecuencias,
las cosas que dices me hacen querer descubrir,
acaso no entiendes de que se trata.

Me dices que te gusta ver la salida del sol,
solo se necesita mirar en una dirección,
me dices que a veces te desesperas en tu abismo,
que acaso no entiendes de que se trata todo esto.

Usted me dice que quiere ser diferente,
sólo te tendrás a ti detrás de la puerta,
sólo quiero que seas natural.

¿Sabías lo jodido que estoy?

Acaso mi sonrisa te hizo pensar lo contrario,
y sigues estando asustado,
usted me dice que soy mejor,
¿qué es lo que has hecho?

A veces sólo me gusta,
a veces sólo desea,
bueno, almenos estoy tratando
vez lo difícil que es...

Nacido con la mirada y puño sobre todo
tienes que saber
soy un ser con el corazón furioso
no es fácil pequeña.

Ellos son los maestros que me enseñaron a pelear conmigo.

Bajo la mirada después de un rito de fuego.

La muerte la recuerdo bien,
con las manos frías sobre la ejecución,
nunca nos arrodillamos,
nunca nos rendimos.

Muerto, destrozado, aniquilado,
en la batalla de las mil vidas,
escupí sangre sobre el camino de oro,
y he visto tus ojos mil veces sobre el rifle y el cañón.

Ha nacido un rostro nuevo sobre mí,
es cuando tienes que sacar el grito interior,
ven a jugar, ven a jugar
veamos juntos la salida del Sol.

¿Sabes?

Su forma de pensar, dime que color ves. 











jueves, 7 de septiembre de 2017

Una vez más


Empieza a sentir el pequeño rose sobre tú corazón...

 A cada momento una parte de mí se resbala tras el velo,
he comenzado ha inventar mil mundos para estar en calma,
hace un tiempo, recordé una historia,
de un joven a quien le sonreí,
muy dentro, su mirada posada en la noche, me miraba,
aunque su piel semejaba un azul pálido,
entendía más de la noche y el frío. 

Cada vez se encendía con mayor fulgor
la vela que refulgía en su interior,
llevaba una gran nube
sobre sus ojos y sus labios,
y cada vez que el mar gritaba,
llovía también dentro de él.

Varios veces pensé,
que era fácil decir algunas cosas:

"Había un hombre,
de ojos de oro y mirada vacía.
Escondía los mayores secretos,
de su propio reino.
Tal reino era enorme,
y cada noche, cuando dormía,
tenía el mismo sueño:
Venía la inocencia con su traje de plata
y corona de estrellas.
Alzaba la voz y cantaba una canción para él,
él nunca había escuchado nada igual,
contaba a la vez una historia,
que hablaba del Sol, cuando nació,
tenía los ojos color oro, y su mirada perdida,
le costaba observarse a si mismo,
porque no había luz que lo reflejara,
vago mucho tiempo por mil mundos,
buscaba a la Luna tan esperada,
le contaron que estaba hecha de plata,
y sus ojos eran de luz pálida,
su voz era tenue, y su mirada profunda como el mar.

Hizo mil viajes, 
y conoció el vacío  en las profundidades del Mar,
cuando llegó al final,
ya era un niño,
se posó sobre un manto cálido, que lo cubría profundamente.

-Ahora que eres niño,
puedes nacer de nuevo-,
-dijo la inocencia-,
porque entiendes mejor que nadie 
el sentido de todo ser.

El Sol pensó una vez,
y pensó una vez más:

He vivido mucho tiempo,
conmigo mismo y mi luz,
ahora puedo partir nuevamente,
a entender las cosas que me hacen ser,
lo que realmente quiero ser,
y me enseñaran dónde debo estar,
a cada momento que escuche algo en ti.

La inocencia miró al Sol,
y luego de a poco comenzó,
describiendo quien era ella, antes de conocer al Sol:

Luna fui,
acaso pude ser mejor, pensó,
volví mi mirada muy dentro, muy dentro,
y desee ser Mar,
en mi soledad sobrecogí las cosas,
y aprendí a mirar, aprendí a sentir,
ahora nuevamente,
consciente subo al cielo,
para alumbrar sobre la cumbre,
ante los ojos de oro.











miércoles, 6 de septiembre de 2017

Contando de a poco



Como les contaba, habían veces en que lograba pensar en grandes cosas,
hablo de mi infancia, ese territorio escudriñado por mi actual forma muchisimas veces.
Para mí todo era algo mágico,la lluvía que caía en invierno y las ventanas
todas empañadas, una taza caliente y un libro para niños.

De vez en cuando me asomaba al tejado por las noches a mirar las estrellas y contarlas,
en mi cabeza sentía las grandes explosiones sobre el cielo y las naves de múltiples colores.

Hubo un tiempo también en que medité largo tiempo, y me retiré,
poniendo el amor sobre la balanza, 
y entendiendo,
 los valores humanos.

Entendí al mundo, 
conocí su historia a través de cuentos y canciones.

Sobre más edad escribí mi primer poema,
era crudo como las hojas en otoño,
despedía un aire de nostalgia esas épocas,
dónde todos los recuerdos son azules.


La muerte se aproximaba con cada paso...

En un remoto espacio dentro de ti...

Busqué un hogar color caoba, 
busque una choza cálida,
creía que el hogar se construía donde se lograba sentir,
para descubrir que sentir no era suficiente,
y a veces dejar de sentir.

A veces se reían, a veces jugaban, a veces sólo dormían.

¿Qué haría yo en el juego de las rosas?

Recuerdo como si hubiese sido ayer,
la primera vez que dejé de sentir,
cada vez más profundo,
cada vez menos.

¿Estás bien...?

Pensarón alguna vez que no importaría,
que lo olvidarían, la infancia no es terreno de cobardes.

De vez en cuando había un ser gris detrás de la ventana,
a veces lucía como un payaso, 
con su traje blanco y  rojo,
a veces morado.

Pies pequeños, manos blancas,
servilletas de colores coleccionadas en un pequeño libro negro,
la máquina de escribir en la pieza del fondo,
el vidrio poroso que no dejaba vislumbrar el otro lado.









sábado, 2 de septiembre de 2017

-Se da cuenta


Siempre supe de la indiferencia de su rostro, de lo frío de sus palabras, de la lluvia que caía  sin parar sobre sus paredes, y de que el vacío sobre sus ojos era profundo y de mar de tormentas. Mil veces quise arrojarlo todo sobre el oro del mundo y seguir, caminando y corriendo a veces más lejos, porque a cada paso más cerca del mundo, mi alma se libera. La historia que cuento no es de ahora, es de tiempos lejanos en que el ser luchaba por un mito, luchaba por su búsqueda incansable, luchaba por la risa y el sentir humano, el verdadero sentir humano.

El verdadero sentir Humano:

Nunca quise ser frío, tampoco arrojarte,
tras varias décadas he empezado a sentir realmente,
desperté en un nuevo mundo reconfortado,
quiero decirte pequeño Mundo,
que eres grande y brillas con la luz
más hermosa que jamás había visto.

Perdón por no escribirte antes,
esque tampoco me había atrevido,
te observo desde siempre y aún no me atrevo
a ser directa,
y sincera.

Muchos te han odiado,
y juzgado,
pero no todos sentimos como el oro del Mundo,
ese que se descubre apenas lo miras,
en sus ojos perdidos,
en el Mar de abismos.

Cuando me acerqué por primera vez a ese Mar,
pensé que podía ser frió,
y antes de todo lo que ocurrió después,
nació el Sol,
dentro mio.

Ahora te veo ante la luz real
la que enaltece,
con sabiduría,
y veo que eres simple,
tan simple en tú necesidad de existir,
que te veo a la cara y sonrío,
de forma llena, de forma completa.



Parece que piensas las cosas pero enrealidad no lo haces


Parece que piensas las cosas pero enrealidad no lo haces
a veces pienso en tú capacidad para vivir
veo tú expresión perdida y a veces con risa
me doy cuenta que sólo genera una luz
en el mundo.




viernes, 1 de septiembre de 2017

Empezar de nuevo


Siempre tuve miedo de escribir,
pensé que la desnudez de sentirse así
era demasiado profunda para soportarla.

Ahora con más años que nunca 
y aún con los pies y las manos limpias
veo surgir nuevas formas de mi.

Es verdad que quedar desnuda es una forma delicada de ser.




jueves, 31 de agosto de 2017

Pequeña Alma



 “El alma del poeta se orienta hacia el misterio. Sólo el poeta puede Mirar lo que está lejos dentro del alma, en turbio y mago sol envuelto.”

“Vivo mi vida en círculos que se abren sobre las cosas, anchos.
 Tal vez no lograré cerrar el último, pero quiero intentarlo.
Giro en torno a ti, antigua torre, giro hace miles de años.
 Y aún no sé si soy águila o tormenta o si soy un gran cántico.”

 “Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de palabra para poderse presentar decentes a la escena del mundo. Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida a estos padres que engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin número, a las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan de vida serían suficientes a dar forma. Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión, los siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante a la de estas miríades de gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y convertirse, al beso del sol, en flores y frutos.”

"Usted pregunta, yo respondo"

  “Usted pregunta si sus versos son buenos... Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en si mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si este móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuera permitido .”






jueves, 17 de agosto de 2017

Pequeño Mundo


Cuando trato de escribirte 
me confundo entre tu sed y tu sombra
el acantilado que te persigue a la esquina de ese lugar al que llamas hogar.

Cuando te pierdes regresas a mi
con los pies descalzos y la cara recién lavada.

Quien esculpe una piedra construye un muro
tus ojos son brillantes cuando miras lo que hay atrás.

Cuando te escribo también estoy triste
y no te encuentro de una forma tan cercana como quisiera
tus labios son de pétalos si tu corazón así lo quisiera.

La noche cansada te cubre con su velo
aun intentas escribir para ti misma
que el traje que dejaste colgado te sirva para algo
en un mundo mas grande, mas grande...



martes, 8 de agosto de 2017

Herman Hesse - La infancia del Mago

No fui educado únicamente por mis padres y maestros, sino también por fuerzas superiores, más ocultas y misteriosas, entre ellas el dios Pan, que bajo la forma de un pequeño ídolo danzante indio estaba en el armario de vitrinas de mi pueblo. Esta divinidad y aun otras se ocuparon de mis años de infancia, y mucho antes de que supiese leer y escribir me llenaron de imágenes e ideas ancestrales de Oriente, de tal manera que más tarde cada encuentro con los modos indios y chinos era como un reencuentro, como una vuelta a los orígenes. Y sin embargo soy europeo, he nacido incluso bajo el signo activo de Sagitario y he practicado toda mi vida las virtudes occidentales de la vehemencia, de la codicia y de la curiosidad insaciable. Afortunadamente aprendí, como la mayoría de los niños, las cosas más imprescindibles para la vida ya antes de los años del colegio, aleccionado por los manzanos, por la lluvia y el sol, el río y los bosques, las abejas y los escarabajos, enseñado por el dios Pan y el ídolo danzante de la cámara de tesoros del abuelo. Conocía el mundo, trataba sin miedo con los animales y las estrellas, me movía a mis anchas en las huertas y entre los peces del agua y sabía cantar un buen número de canciones. También sabía hacer magia, aunque por desgracia lo olvidé pronto y tuve que aprenderlo de nuevo cuando ya era mayor y disponía de toda la sabiduría legendaria de la infancia. A esto se añadieron las ciencias del colegio, que aprendí con facilidad y que me gustaban. La escuela, sabiamente, no se ocupaba de esas disciplinas serias que son imprescindibles para la vida, sino principalmente de entretenimientos bonitos y divertidos, que me solían solazar, y de conocimientos de los cuales algunos me han sido files toda la vida; así sé, aún hoy, muchas palabras, frases y versos hermosos y chistosos del latín, y el número de habitantes de muchas ciudades de todos los continentes, naturalmente no la cifra actual, sino la de los años ochenta.

Hasta los trece años no pensé nunca seriamente lo que sería un día de mí, ni el oficio que podía aprender. Como todos los muchachos amaba y envidiaba algunos oficios: el de cazador, ganchero, carretero, equilibrista, explorador del polo norte. Pero lo que hubiera preferido ser es mago. Esta era la tendencia más profunda y entrañable de mis impulsos, un cierto descontento hacia lo que se llamaba la «realidad» y que, a veces, me parecía una convención ridícula de los mayores; no tardó en ser corriente en mí un cierto rechazo entre temeroso y despreciativo de esa realidad y el deseo ardiente de encantarla, transformarla y potenciarla. En mi infancia el deseo de hacer magia estaba dirigido a objetivos externos, infantiles: me hubiese gustado hacer crecer manzanas en invierno y llenar mi bolsa de oro y plata por encanto, soñaba con paralizar a mis enemigos por arte de magia, avergonzarles luego con mi magnanimidad y ser proclamado vencedor y rey; quería descubrir tesoros enterrados, resucitar muertos y hacerme invisible. Sobre todo el hacerse invisible era un arte que yo apreciaba y deseaba intensamente. Este deseo y el deseo de todos los poderes mágicos me acompañó a lo largo de toda la vida bajo distintas formas que a menudo yo no reconocía inmediatamente. Así, más tarde, cuando ya era adulto y ejercía la profesión de escritor, sucedió que muchas veces intenté desaparecer detrás de mis obras, rebautizarme y ocultarme tras nombres caprichosos y significativos; es curioso que mis compañeros de profesión me hayan reprochado con frecuencia esos intentos y los hayan interpretado mal. si miro hacia atrás, veo que toda mi vida ha estado bajo el signo del deseo de poder mágico; la manera que fueron cambiando con el tiempo las metas de mis deseos mágicos, cómo los sustraje progresivamente del mundo externo, absorbiéndoles dentro de mí, cómo aspiré poco a poco, no a cambiar las cosas, sino a mí mismo, cómo traté de sustituir la torpe invisibilidad de la capa mágica por la invisibilidad del sabio, que reconociendo siempre permanece escondido —éste sería el verdadero contenido de la historia de mi vida.

Yo era un muchacho feliz y alegre, jugaba con el hermoso mundo de colores, en todas partes estaba a gusto, tanto entre los animales y las plantas como en la selva de mi fantasía y mis sueños, contento de mis fuerzas y facultades, más dichoso que consumido por mis fogosos deseos. Sin yo saberlo, practicaba por entonces algunas artes mágicas con más perfección que nunca después. Fácilmente conquistaba amor, fácilmente adquiría influencia sobre los demás, fácilmente me encontraba en el papel de jefe, del solicitado o del misterioso. Durante años mantuve a compañeros y pariente más jóvenes en la respetuosa convicción de mi real poder mágico, de mi poder sobre los duendes, de mis derechos a tesoros ocultos y coronas. Durante mucho tiempo viví en el paraíso, aunque mis padres me hicieron conocer muy pronto la serpiente. Mucho tiempo duró mi sueño infantil, el mundo me pertenecía, todo era presente, todo estaba dispuesto a mi alrededor para el juego hermoso. Si alguna vez surgían en mí la insatisfacción y la añoranza, si alguna vez se cubría de sombras y de dudas ese alegre mundo, casi siempre hallaba con facilidad el camino a ese otro mundo más libre y sin obstáculos de las fantasías, y al volver me encontraba el mundo externo otra vez dulce y amable. Mucho tiempo viví en el paraíso.

Había un cobertizo en el pequeño jardín de mi padre donde tenía conejos y un cuervo amaestrado. Allí pasaba horas interminables, largas como siglos, en el calor y el placer de propietario, los conejos olían a vida, a hierba y luche, sangre y procreación; y el ojo negro y duro del cuervo relucía la lámpara de la vida eterna. En el mismo lugar pasaba otros ratos interminables, al atardecer, a la luz del un cabo de vela, junto a los animales calientes y adormilados, solo o con algún compañero, urdiendo planes para desenterrar inmensos tesoros, para obtener la raíz Alraun, para caballerescas y victoriosas campañas a través del mundo necesitado, en las que condenarían a los ladrones, consolaría a los desdichados, liberaría a los prisioneros, reduciría a cenizas los castillos de los caballeros dedicados a la rapiña, mandaría crucificar a los traidores, perdonaría a los vasallos rebeldes, conquistaría a las princesas y entendería el lenguaje de los animales.

En la gran biblioteca de mi abuelo había un libro, enorme y pesado, en el que hojeaba y leía a menudo. Había en este libro inagotable antiguas y extrañas ilustraciones, que unas veces surgían luminosas y tentadoras nada más abrir y hojear las páginas, otras las buscaba y no las encontraba, habían desaparecido como por encanto, como si nunca hubiesen existido. Contenía este libro una historia infinitamente hermosa y comprensible que yo solía leer. Tampoco la encontraba siempre, la hora tenía que ser propicia, de vez en cuando desaparecía por completo y permanecía oculta, a menudo parecía haber cambiado de lugar y domicilio; unas veces, al leerla, era extrañamente amable y casi comprensible, otras era oscura y hermética como la puerta del desván, detrás de la cual se oían al anochecer las risas ahogadas y los suspiros de los espíritus. Todo estaba lleno de realidad y todo estaba lleno de magia, ambas florecían plácidamente, una junto a otra, ambas me pertenecían.

Tampoco el ídolo danzante de la India, el que estaba en la vitrina llena de tesoros de mi abuelo, era siempre el mismo, no tenía siempre la misma cara ni bailaba a todas horas la misma danza. A veces era un ídolo, una figura extraña y divertida como las que se suelen hacer y adorar en países extraños e incomprensibles por otros pueblos también extraños e incomprensibles. En otros momentos era una obra de magia, llena de significado y profundamente inquietante, ávida de sacrificios, maligna, severa, imprevisible, burlona, parecía incitarme, por ejemplo a que me riera de él para vengarse luego de mí. Era capaz de mover los ojos aunque estaba hecho de metal amarillo; a veces bizqueaba. En otros momentos volvía a ser sólo símbolo, no era ni bonito ni feo, no era malo ni bueno, ni ridículo ni terrible, sino simplemente antiguo e inimaginable como una runa, como una mancha de musgo sobre la roca, como el dibujo de un guijarro, y detrás de su forma, detrás de su rostro e imagen, vivía Dios, moraba lo infinito, que siempre yo entonces, muchacho, veneraba con la misma fuerza que más tarde cuando lo llamaba Siva, Vinsú, Dios, Vida, Brahma, Atmán, Tao o Madre Eterna. Era padre, madre, mujer y hombre, sol y luna. Y cerca del ídolo en la vitrina y en otros armarios del abuelo había colocadas y colgadas muchas otras cosas e instrumentos, collares de perlas de madera como rosarios, rollos de palma cubiertos de antigua escritura india, tortugas talladas en esteatita verde, pequeños dioses de madera, de cristal, de cuarzo, de barro, mantos bordados de seda y de hilo, vasos y platos de cobre amarillo y todo aquello venía de la India y de Ceilán, la isla paradisíaca de los helechos gigantes y las costas de palmeras y de los suaves cingaleses con ojos de ciervo, venía del Siam de Birmania, y todo olía a mar, a especias, a lejanía, a canela y sándalo, todo había pasado por manos oscuras y amarillas, humedecido por la lluvia tropical y el agua del Ganges, resecado por el sol ecuatorial, cubierto por la sombra de la selva. Y todas estas cosas pertenecían al abuelo, y él, el viejo, venerable y poderoso con amplia barba blanca, omnisciente, más poderoso que mi padre y mi madre, estaba en posesión de otras cosas y otros poderes mucho mayores, suyo era no sólo el dios y juguete indio, sino todos los objetos tallados y pintados, consagrados con hechizos, el cuenco de coco y el arca de sándalo, la sala y la biblioteca, él era también un mago, un iniciado, un sabio. Entendía todas las lenguas humanas, más de treinta, quizá también la de los dioses, quizá también la de las estrellas, sabía escribir y hablar pali y sánscrito, sabía cantar canciones canaresas, bengalíes, indostánicas y cingalesas, conocía las oraciones de los mahometanos y de los budistas, aunque era cristiano y creía en la Santísima Trinidad, había estado muchos años y décadas en países orientales, calientes y peligrosos, había viajado en barcas y en carros de bueyes, a caballo y en mulas, nadie sabía como él que nuestra ciudad y nuestro país eran sólo una parte muy pequeña de la tierra, que mil millones de seres tenían otras creencias, otras costumbres, otras lenguas, otro color de piel, otros dioses, otras virtudes y otros vicios. Yo le quería, admiraba y temía, de él esperaba todo, le creía capaz de todo, de él y de su dios Pan disfrazado de ídolo aprendía sin cesar. Este hombre, el padre de mi madre, estaba metido en un bosque de misterios, como lo estaba su rostro en el blanco bosque de la barba, sus ojos irradiaban tristeza universal o serene sabiduría, según las circunstancias, sabiduría solitaria y picardía divina. Personas de muchos países le conocían, admiraban y visitaban, hablaban con él en inglés, francés, indio, italiano, malayo y volvían a irse después de largas conversaciones, sin dejar rastro, quizá eran sus amigos, quizá sus enviados, quizá sus criados y encargados. Sabía que de él, el insondable, procedía el misterio que rodeaba a mi madre, el aire misterioso y ancestral, y también ella había estado mucho tiempo en la India, también ella hablaba y cantaba en malajalam y canarés e intercambiaba con su anciano padre palabras y frases en lenguas mágicas y extrañas; como él, poseía también a veces la sonrisa de la lejanía, la sonrisa velada de la sabiduría.

Mi padre era distinto. El estaba solo. No pertenecía ni al mundo de ídolo y del abuelo, ni al mundo cotidiano de la ciudad, estaba al margen, solo, un ser que sufría y buscaba, culto y bondadoso, sincero y lleno de entusiasmo al servicio de la verdad, pero muy lejos de aquella sonrisa, noble y sensible, aunque clara, sin aquel misterio. Nunca le abandonó la bondad, ni la sabiduría, pero nunca desapareció en aquella nube mágica del abuelo, nunca se perdió su rostro en aquella candidez y divinidad, cuyo juego a veces tristeza, a veces fina burla, y a veces como una máscara divina ensimismada. Mi padre no hablaba con mi madre en lenguas indias, sino en inglés y en alemán puro, claro, bello y con un ligero acento báltico. Con esta lengua me atraía, ganaba y enseñaba, de ven en cuando le amulaba lleno de admiración y entusiasmo, aunque sabía que mis raíces crecían profundas en el suelo de la madre, en ese mundo de ojos negros y de misterio. Mi madre estaba llena de música, mi padre no, él no sabía cantar.

Junto a mí crecieron mis hermanas y dos hermanos mayores, altos, envidiados y admirados. Alrededor de nosotros estaba la ciudad, vieja y corcovada, y alrededor de ella las montañas cubiertas de bosques, severas y algo sombrías, por medio discurría un río hermoso, sinuoso y vacilante, y yo amaba todas estas cosas y las llamaba patria y en el bosque y el río conocía exactamente las plantas y el suelo, las piedras y cuevas, las aves, las ardillas, el zorro y el pez. Todo ello me pertenecía, era mío, era mi patria —pero además existían la vitrina y la biblioteca, y la burla bondadosa en el rostro omnisciente del abuelo, y la mirada cálida y oscura de mi madre y las tortugas y los ídolos, las canciones y las frases indias, y aquellas cosas me hablaban de un mundo más amplio, de una patria más grande, de un origen más antiguo, de un contexto más grande. Y arriba en su gran jaula de alambre nuestro papagayo rojo y gris, viejo y sabio, con su cara inteligente y su pico afilado; cantaba y hablaba y procedía, también él, de un país lejano, desconocido, gorjeaba idiomas de la selva y olía a ecuador. Muchos mundos, muchos continentes extendían sus brazos y sus rayos, y se encontraban y cruzaban en nuestra casa. Y la casa era grande y antigua, con muchas habitaciones vacías, con sótanos y grandes pasillos en los que resonaban los pasos, y que olían a piedra y frescura, y desvanes interminables llenos de leña y fruta, y corrientes de aire y vacío oscuro. Muchos mundos cruzaban sus rayos en esta casa. Aquí se rezaba y se leía la Biblia, se estudiaba y se aprendía la filología india, se hacía mucha y buna música, se conocía a Buda y Lao Tse, venían visitas de numerosos países con el perfume de tierras lejanas y extranjeras en las ropas, con extrañas maletas de cuero y mimbre y con el sonido de lenguas extrañas, allí se daba de comer a los pobres y se celebraban fiestas, la ciencia y la fábula vivían muy juntas. Había también una abuela a la que teníamos un poco de miedo y a quien no conocíamos bien porque no hablaba alemán y leía una Biblia francesa. La vida de aquella casa era compleja y no siempre comprensible, en ella la luz jugaba en múltiples colores, la vida sonaba rica y polifónica. La casa era bonita y me gustaba, pero más bonito todavía era el mundo de mis ilusiones, más ricas mis fantasías. La realidad nunca me bastaba, me hacía falta la magia.

La magia moraba familiarmente en nuestra casa y en nuestra vida. Además de los armarios del abuelo, estaban los de mi madre, llenos de tejidos asiáticos, vestidos y velos, también era mágica la mirada bizca del ídolo, lleno de misterio el olor de algunas habitaciones antiguas y rincones de la escalera. Y dentro de mí se correspondían muchas cosas en este mundo exterior. Había objetos y relaciones que sólo existían en mí y para mí solo. Nada tan misterioso, tan poco comunicable, tan lejos de la verdad cotidiana como ellas, y sin embargo nada era más real. La misma caprichosa aparición y desaparición de las ilustraciones e historias de aquel enorme libro era así, y las transformaciones en el rostro de las cosas, que yo veía suceder a cada instante. ¡Qué aspecto tan distinto tenían la puerta de la casa, la casita del jardín y la calle según fuese una tarde de domingo o la mañana de un lunes! ¡Qué distintos eran el reloj de pared y la imagen de Cristo del cuarto de estar el día que reinaba allí el espíritu del abuelo o el de mi padre, y cómo se transformaba todo en las horas en que ningún espíritu extraño excepto el mío daba a las cosas su sello, cuando mi alma jugaba con ellas y les daba nuevos nombres y significados! En esos momentos una silla o un taburete familiares, una sombre cerca de la estufa, los titulares de un periódico, podían volverse bonitos o feos y malignos, significativos o banales, despertar nostalgia o intimidar, ser ridículos o tristes. ¡Qué pocas cosas eran firmes, estables y perdurables! ¡Todo vivía, sufría transformaciones, deseaba transformarse, estaba al acecho de la disolución y el renacimiento! Pero de todos los fenómenos mágicos el más importante y fantástico era el «hombrecillo». No sé cuándo le vi por primera vez, creo que siempre existió, que vino conmigo al mundo. El hombrecillo era un ser diminuto, gris como una sombra, un espíritu o duende, ángel o demonio, que a veces aparecía y caminaba delante de mí, cuando estaba dormido y cuando estaba despierto, y al que tenía que obedecer que mi padre, más que a mi madre, más que a la razón, con frecuencia incluso más que al miedo. Cuando se me aparecía solo existía él, e hiciese lo que hiciese yo le tenía que imitar: aparecía en las situaciones de peligro. Cuando me perseguía un perro o un compañero más fuerte, lleno de ira, y mi situación era precaria, entonces, en el momento más difícil, aparecía el hombrecillo, corría delante de mí, me enseñaba el camino, me traía la salvación. Me indicaba la tabla suelta en la valla del jardín, por la que encontraba una salida en el último minuto angustioso, me enseñaba lo que debía hacer en cada instante: dejarme caer, dar la vuelta, echar a correr, chillar, estar callado. Mi quitaba de la mano algo que iba a comer, me conducía al lugar donde encontraba mis cosas perdidas. Había épocas en las que lo veía todos los días. Otras en las que no aparecía. Estas épocas no eran buenas, entonces todo era anodino y confuso, no sucedía nada, no progresaba nada.

Una vez en la plaza del mercado corría el hombrecillo delante de mí, y yo le seguí; se fue corriendo a la enorme fuente del mercado en cuya pileta de piedra, más profunda que un hombre, caían los cuatro chorros de agua; trepó ágil por la pared de piedra hasta el borde, y yo detrás, y cuando saltó con un movimiento rápido a las aguas profundas, salté yo también, no había otra alternativa, y estuve a punto de ahogarme. Pero no me ahogué porque me sacaron, precisamente fue una hermosa vecina joven a la que apenas conocía y con la que establecí entonces una bonita relación de amistad y bromas que me hizo feliz durante mucho tiempo.

Una vez me pidió mi padre explicaciones por una de mis fechorías. Me disculpé como pude, sufriendo una vez más que fuera tan difícil hacerse entender por los mayores. Hubo algunas lágrimas y un pequeño castigo y al final mi padre me regaló, para que no olvidase aquella hora, una bonita agenda de bolsillo. Algo avergonzado y descontento por lo que había pasado me alejé y pasé por el puente del río; de repente iba delante de mí el hombrecillo, saltó al pretil y me ordenó con un ademán que tirase el regalo de mi padre al río. Lo hice inmediatamente, la duda y la vacilación no existían cuando estaba presente, sólo cuando él faltaba, cuando no aparecía y me dejaba empantanado. Me acuerdo de un día que paseaba con mis padres y apareció el hombrecillo; se cruzó al lado izquierdo de la calle, y yo detrás, y cada vez que mi padre me ordenaba que cruzase al otro lado, el hombrecillo se negaba a acompañarme, seguía obstinado por la izquierda y yo tenía que volver cada vez rápidamente a su lado. Mi padre terminó por cansarse y me dejó finalmente que caminase por donde quisiera, estaba ofendido, y más tarde, en casa, me preguntó por qué había tenido que desobedecer y caminar a toda costa por el otro lado de la calle. En esos casos me daba mucho apuro, incluso verdadera angustia, porque nada era más imposible que contar a nadie una sola palabra sobre el hombrecillo. Nada habría sido más prohibido, malo y pecaminoso que traicionarle, nombrarle y hablar de él. Ni siquiera debía pensar en él, llamarle o desear que apareciese. Si aparecía todo estaba bien y le seguía. Si no estaba, era como si nunca hubiese existido. El hombrecillo no tenía nombre. Pero lo más imposible del mundo era no seguirle cuando aparecía. A donde él iba yo le seguía, incluso al agua, incluso al fuego. No es que él me ordenase o aconsejase una cosa u otra. No, él hacía simplemente esto o aquello y yo le imitaba. Dejar de imitar algo que él hacía era tan imposible como que mi sombra no siguiese mis movimientos. Quizá yo era sólo la sombra o el reflejo de él o él del mío; quizá yo hacía aquello que creía imitar antes que él o al mismo tiempo que él. Por desgracia él no siempre estaba, y cuando faltaba mis actos carecían de naturalidad y necesidad, todo podía ser distinto, existía para cada paso la posibilidad realizarlo o no, de dudar y reflexionar. Los pasos afortunados, alegres y felices de mi vida de entonces los realicé todos sin reflexionar. El reino de la libertad es quizá también el reino de las ilusiones. ¡Qué bonita era mi amistad con la alegre vecina que me sacó de la fuente! Era muy animada, joven, guapa y tonta, de una necedad adorable, casi genial. Me dejaba que le contase historias de ladrones y de brujas, tan pronto me creía demasiado como no se creía nada y me tenía por uno de los sabios de Oriente, con lo que yo estaba absolutamente de acuerdo. Me admiraba mucho. Cuando le contaba algo divertido, se reía a carcajadas y con gran entusiasmo, mucho antes de que hubiese comprendido el chiste. Se lo reproché y le pregunté: «Escucha, Frau Anna, ¿cómo puedes reírte de un chiste si no lo has comprendido en absoluto? Eso es muy estúpido y además ofensivo para mí. O bien entiendes mis chistes y te ríes o no los comprendes, y entonces no hace falta que te rías y hagas como si los hubieses comprendido.» Ella siguió riendo. «Desde luego —exclamó—, eres el muchacho más inteligente que nunca he visto, eres extraordinario. Un día serás profesor o ministro o médico. La risa, sabes, no hay que tomarla a mal. Me río simplemente porque me das alegrías y porque eres la persona más divertida que existe. Pero ahora explícame el chiste.» Yo se lo expliqué detenidamente, me hizo aún algunas preguntas, por fin lo comprendió de verdad, y si antes se había reído con ganas y mucho, ahora se reía de verdad, se reía loca y desenfrenadamente, contagiándome a mí. ¡Cuántas veces hemos reído juntos, cómo me mimaba y admiraba, qué fascinada estaba conmigo! Había trabalenguas difíciles que yo tenía que recitarle tres veces seguidas muy deprisa, por ejemplo: «Wiener Wäscher waschen weisse Wäsche» [Lavanderos vieneses lavan ropa blanca], o la historia de «Kottbuser Postkutschkasten» [La diligencia de Kottbus]. También ella tenía que probar, yo insistía, pero se reía antes, no decía ni tres palabras ni quería hacerlo y cada frase comenzada terminaba en nuevas risas. Frau Anna era la persona más divertida que he conocido. Yo, con mi inteligencia de muchacho, la consideraba infinitamente tonta, y quizá también lo era, pero era un ser feliz y a veces tiendo a creer que las personas felices son sabias en el fondo, aunque puedan parecer tontas. ¿Qué hay más necio y que haga más infeliz que la inteligencia?

Pasaron los años y mis relaciones con Frau Anna se había ya adormecido, yo era un muchachote que iba al colegio y sucumbía ya a las tentaciones, las penas y los peligros de la inteligencia, cuando volví a necesitarla un día, otra vez fue el hombrecillo quien me condujo hasta ella. Desde hacía algún tiempo estaba yo desesperadamente preocupado con la cuestión de la diferencia de los sexos y con el origen de los niños, el problema era cada vez más acuciante y atormentador y un día me dolía y quemaba tanto que preferí no vivir antes que dejar sin resolver aquel angustioso enigma. Salvaje y obstinado iba a la vuelta del colegio por la plaza del mercado, con la mirada en el suelo, desdichado y sombrío, cuando de pronto volvió a aparecer el hombrecillo. Sus visitas se habían hecho cada vez más raras, hacía tiempo que me era infiel —o yo a él—, y ahora de repente le volví a ver, pequeño y ligero corría por el suelo delante de mí, visible por un momento, y se metió en casa de Frau Anna. Había desaparecido, pero ya le había seguido a esa casa, y sabía para qué; Frau Anna dio un grito cuando irrumpí inesperadamente en su habitación, porque estaba precisamente desvistiéndose, pero no pudo deshacerse de mía y pronto supe casi todo lo que necesitaba saber con tanta urgencia. Aquello se habría convertido en un amorío si yo no hubiese sido tan joven.

Esta mujer, divertida y tonta, se diferenciaba de la mayoría de los adultos en que, aunque tonta, era natural y espontánea, siempre inmediata, nunca mentirosa, ni apurada. La mayoría de los adultos eran distintos. Había excepciones, mi madre, síntesis de lo vivo, de lo misteriosamente eficaz, y mi padre, modelo de justicia e inteligencia, y el abuelo que caso no era ya un ser humano, oculto, universal, sonriente, inagotable. Sin embargo, casi todos los adultos eran sobre todo dioses de barro, aunque había que temerles y respetarles. ¡Qué ridículos eran con su torpe manera de actuar, cuando hablaban con los niños! ¡Qué falso sonaba su tono, qué falsa su sonrisa! ¡Cómo se tomaban en serio a sí mismos y sus preocupaciones y negocios, con qué exagerada seriedad sujetaban debajo del brazo sus herramientas, sus carpetas, sus libros cuando cruzaban la calle, cómo esperaban ser reconocidos, saludados y admirados! Los domingos venía a veces gente a casa de mis padres a «hacer una visita», hombres con sombreros de copa entre manos torpes, enfundadas en rígidos guantes de cabritilla, hombres importantes, llenos de dignidad, violentos de tanta dignidad, abogados e inspectores con sus mujeres algo asustadas y oprimidas. Estaban sentados tiesos en sus sillas, a todo había que invitarles, ayudarles en todo, a quitarse el abrigo, a entrar, a sentarse, a preguntar y contestar, a irse. Tomar este mundo pequeño burgués tan en serio como lo exigía no me resultaba difícil, porque mis padres no formaban parte de él y también lo encontraban ridículo. Pero también me parecían casi todo los adultos bastante extraños y ridículos aunque no hiciesen teatro y no llevasen guantes ni hicieran visitas. ¡Cuánto tono se daban con su trabajo, con sus oficios y sus cargos, qué grandes y sagrados se crían! Cuando un carretero, un guardia o un empedrador interceptaba la calle había que respetarlo, era natural apartarse y hacer sitio o incluso echar una mano. Paro los niños con sus trabajos y sus juegos no eran importantes, se les apartaba a un lado y se les chillaba. ¿Es que hacían cosas menos justas, menos buenas, menos importantes que los mayores? ¡Oh, no! Al contrario, pero los mayores eran poderosos, daban órdenes y gobernaban. Y sin embargo tenían, igual que nosotros, los niños, sus juegos, jugaban a los bomberos, a los soldados, acudían a clubs y tabernas, pero todo con ese aire de importancia y de legitimidad, como si todo tuviese que ser así y no hubiese nada más hermoso y sagrado.

Reconozco que también había gente inteligente entre ellos, incluso entre los profesores. Pero, ¿no era ya extraño y sospechoso que entre todas esas personas «mayores», que al fin y al cabo habían sido todas hacía poco tiempo niños, se encontrasen tan pocas que no hubiesen olvidado por completo lo que es un niño, como vive, trabaja, juega, piensa, lo que le gusta y disgusta? ¡Eran pocos, muy pocos los que aún lo sabían! No sólo había tiranos y brutos que eran malos y desagradables con los niños, que les echaban de todas partes, que les miraban con recelo y odio, que a veces tenían al parecer algo así como miedo de ellos. No, tampoco los otros, los que tenían buenas intenciones, los que a veces se dignaban a un diálogo con los niños, tampoco esos sabían ya lo que era importante, y cuando querían tratar con nosotros tenían que descender penosamente y con gran apuro al nivel de los niños, pero no al de los de verdad, sino de inventadas y estúpidas caricaturas de niños.

Todos los adultos, casi todos, vivían en otro mundo, respiraban otra clase de aire que nosotros los niños. A menudo no eran más inteligentes que nosotros y muchas veces sólo nos aventajaban en ese misterioso poder. Eran más fuertes y si no obedecíamos voluntariamente nos podían obligar y pegar. Pero ese poder, ¿era una verdadera superioridad? ¿Acaso no era cualquier buey o elefante mucho más fuerte que un adulto? Pero ellos tenían el poder, ellos mandaban, su mundo y su moda se consideraban los adecuados. Sin embargo —y eso me resultaba particularmente extraño y a veces hasta aterrador— había muchos adultos que parecían envidiarnos a nosotros los niños. A veces lo expresaban de una manera ingenua y sincera cuando decían con suspiro: «Ay, qué suerte tenéis los niños». Si no mentían —y a veces yo sentía al oírles que no mentían— entonces los adultos, los poderosos, los dignos y los que daban órdenes no eran más felices que nosotros, que teníamos que obedecer y dar muestras de respeto. En el álbum de música que yo estudiaba había una canción con el asombroso estribillo: «¡Qué dicha, qué dicha ser un niño!» Eso era un misterio. ¡Había algo que poseíamos nosotros, los niños, que no tenían los mayores, ellos no eran sólo más grandes y fuertes, sino en cierto sentido más pobres que nosotros! ¡Y ellos, a los que con frecuencia envidiábamos por su estatura, su dignidad, su aparente libertad y naturalidad, sus barbas y sus pantalones largos, ellos nos envidiaban a veces a nosotros, los pequeños, en las canciones que cantaban!

De momento yo era, a pesar de todo, feliz. Había muchas cosas en el mundo que hubiese querido ver distintas, especialmente el colegio; pero sin embargo era feliz. Aunque en todas partes se me aseguraba e inculcaba que el hombre no estaba en el mundo sólo para su placer y que la verdadera felicidad se le concedía en el más allá únicamente al que había sido puesto a prueba y había demostrado su valía, eso se desprendía de muchos refranes y versos que tuve que aprender y que con frecuencia me parecían muy bonitos y conmovedores. Sin embargo, estas cosas, que también preocupaban mucho a mi padre, no me inquietaban demasiado, y si alguna vez me iba mal, estaba enfermo o tenía deseos no satisfechos, si reñía o era rebelde con mis padres, raramente me refugiaba en Dios, porque tenía otros caminos secretos que me conducían de nuevo a la claridad.

Cuando fracasaban los juegos habituales, cuando el tren, la tienda y el libro de cuentos se agotaban y me aburrían, inventaba muchas veces otros nuevos. Y aunque no fuese otra cosa que cerrar los ojos en la cama por la noche y perderme en la visión fantástica de los círculos que aparecían ante mí, ¡cómo volvía a surgir entonces la dicha y el misterio, cómo se llenaba el mundo de presagios y promesas!

Los primeros años de colegio pasaron sin cambiarme mucho. Aprendí por experiencia que la confianza y la sinceridad pueden ocasionarnos daños y con algunos profesores indiferentes adquirí lo imprescindible en el arte de mentir y fingir; a partir de entonces me abría paso. Pero lentamente se marchitó también en mí la primera flor, lentamente aprendí también yo, sin darme cuenta, aquella falsa cantinela de la vida, esa sumisión a la «realidad», a las leyes de los adultos, esa adaptación al mundo «como es, al fin y al cabo». Hace tiempo que sé por qué en los libros de canciones de los adultos hay estrofas como esta: «Oh, qué dicha ser aún niño», y también para mí hubo muchas horas en que envidiaba a los que aún eran niños.

Cuando al cumplir los doce años se planteó si debía aprender griego dije inmediatamente que sí, porque me parecía imprescindible llegar con el tiempo a ser tan sabio como mi padre o incluso con mi abuelo. Pero a partir de ese día hubo un plan en mi vida; debía estudiar y hacerme sacerdote o filólogo, porque para estos estudios había becas. También el abuelo había andado en su día ese camino.

Al parecer la cosa no era nada grave. Sólo que ahora tenía de repente un futuro, en mi camino había ahora un indicador, cada día y cada mes me acercaba más a la meta fijada, todo señalaba en aquella dirección, todo se alejaba más y más del juego y del carácter inmediato de los días vividos hasta aquel momento, no carentes de sentido pero sí de meta y futuro. La vida de los adultos me había apresado por un rizo primero o por un dedo, pero pronto me atraparía y retendría del todo, la vida que perseguía metas, la vida de los números, la vida del orden y de los cargos, de la profesión y de los exámenes; pronto me llegaría también a mí la hora, pronto sería yo también estudiante, candidato, sacerdote, profesor, haría visitas con un sombrero de copa, llevaría guantes de cuero, no comprendería ya a los niños, quizá les envidiaría. Dentro de mi corazón yo no deseaba todo aquello, yo no quería abandonar mi mundo, que era tan bueno y delicioso. Al pensar en el futuro veía yo, sin embargo, una meta muy secreta. Había algo que deseaba ardientemente, y era convertirme en mago.

Aquel deseo y sueño me fueron files durante mucho tiempo. Pero empezaron a perder su poder omnímodo, tenían enemigos, se les oponían otras cosas, reales, serias, que no se podían negar. Poco a poco fue marchitándose la flor, poco a poco me vino el encuentro del infinito algo finito, el mundo real, el mundo de los adultos. Poco a poco el deseo de ser mago, aunque seguía deseándolo ardientemente, perdió ante mí mismo su valor, se fue convirtiendo en algo infantil a mis propios ojos. Ya había algo en lo que había dejado de ser niño. El mundo de lo posible, infinito y con mil facetas, quedaba acotado, dividido en campos, cortado por vallas. Lentamente la selva de mis días se transformaba, se petrificaba el paraíso a mi alrededor. Dejé de ser lo que era, príncipe y rey en el país de lo posible, no me hice mago, me puse a aprender griego, en dos años comenzaría con el hebreo, en seis años sería estudiante.

Imperceptiblemente se llevó a cabo la estrangulación, inadvertidamente se fue esfumando en torno mío la magia. La historia maravillosa del libro de mi abuelo seguía siendo hermosa, pero estaba en una página cuyo número yo conocía, y ahí estaba, hoy y mañana y a cada hora, ya no había milagros. El dios danzante de la India sonreía indiferente y era de bronce, pocas veces me paraba a contemplarlo, nunca le volví a ver bizquear. Y —lo que era más grave— cada vez veía con menos frecuencia al hombrecillo gris. Por todas partes me rodeaba el desencanto, lo que antes era ancho, ahora era estrecho, lo valioso, ahora mísero.

Sin embargo yo sólo sentía aquel proceso ocultamente, bajo la piel, aún era alegre y dominante, aprendía a nadar y a patinar sobre hielo, era el primero en griego y aparentemente todo iba a la perfección. Sólo que todo tenía un color más pálido, un sonido algo más hueco, me aburría ir a casa de Frau Anna, y en todas mis vivencias había algo que en silencio se echaba a perder, algo que no se notaba, algo que no se echaba de menos, pero que había desaparecido y faltaba. Y cuando ahora quería sentirme pleno y ardiente, necesitaba estímulos más fuertes, tenía que sacudirme y tomar carrerilla. Tomé gusto a las comidas picantes, hurtaba a menudo y a veces robaba unas monedas para concederme un placer especial, porque si no no había aliciente ni belleza. También comenzaron a atraerme las chicas; fue poco después de que volviera a aparecer el hombrecillo y me llevara una vez más a visitar a Frau Ann.