miércoles, 30 de abril de 2014

Rimbaud, Extracto una Temporada en el Infierno

Delirios I

¡Ahora, estoy en el fondo del mundo!  
¡Ah! yo sufro, grito. Sufro en verdad. Sin embargo, todo me está permitido, cargada con el desprecio de los más despreciables corazones.
El era casi un niño... Sus delicadezas misteriosas me sedujeron. Olvidé todo mi deber humano para seguirlo. ¡Qué vida! La verdadera vida está ausente. No pertenecemos al mundo. Yo voy adonde él va, no hay qué hacerle.

Yo no amo a las mujeres. Hay que reinventar el amor, es cosa sabida.
Yo lo escucho hacer de la infamia una gloria, de la crueldad un hechizo.
Yo me voy a hacer cortaduras por todo el cuerpo, me voy a tatuar, quiero volverme horrible como un mongol: ya verás, aullaré por las calles. Quiero volverme loco de rabia. 

A veces habla, en una especie de dialecto enternecido, de la muerte que trae el arrepentimiento, de los desdichados que indudablemente existen, de los trabajos penosos, de las partidas que desgarran el corazón. En los tugurios donde nos emborrachábamos, él lloraba al considerar a los que nos rodeaban, rebaño de la miseria. Levantaba del suelo a los beodos en las calles oscuras. Sentía la piedad de una mala madre por los niños pequeños. Ostentaba gentilezas de niñita de catecismo. Fingía estar enterado de todo, comercio, arte, medicina. ¡Yo lo seguía, no había nada que hacer!

Veía todo el decorado de que se rodeaba en su imaginación; vestimentas, paños, muebles; yo le prestaba armas, otro rostro. Yo veía todo lo que lo emocionaba, como él hubiera querido crearlo para sí. Cuando me parecía tener el espíritu inerte, lo seguía, yo, en acciones extrañas y complicadas, lejos, buenas o malas: estaba segura de no entrar nunca en su mundo. Junto a su querido cuerpo dormido, cuántas horas nocturnas he velado, preguntándome por qué deseaba tanto evadirse de la realidad. Jamás hombre alguno tuvo ansia semejante. Yo me daba cuenta -sin temer por él- que podía ser un serio peligro para la sociedad. ¿Quizá tiene secretos para transformar !a vida? No, no hace más que buscarlos, me replicaba yo. 

En fin, su caridad está embrujada y soy su prisionera. Ninguna otra alma tendría suficiente fuerza -¡fuerza de desesperación!- para soportarla, para ser protegida y amada por él. Por lo demás, yo no me lo figuraba con otra alma: uno ve su Ángel, jamás el Ángel ajeno-según creo-. Yo estaba en su alma como en un palacio que se ha abandonado para no ver una persona tan poco noble como nosotros: eso era todo. ¡Ay! dependía de él por completo. ¿Pero qué pretendía él de mi existencia cobarde y opaca? ¡Si bien no me mataba, tampoco me volvía mejor! Tristemente despechada, le dije algunas veces: "Te comprendo". El se encogía de hombros.

Tenía cada vez más y más hambre de su bondad. Con sus besos y sus abrazos amistosos, yo entraba realmente en un cielo, un sombrío cielo, en el que hubiera querido que me dejaran pobre, sorda, muda, ciega. Ya empezaba a acostumbrarme. Y nos veía a ambos, como a dos niños buenos, libres de pasearse por el Paraíso de la Tristeza. Nos poníamos de acuerdo. Muy emocionados, trabajábamos juntos. Pero después de una penetrante caricia, me decía: "Cuando yo ya no esté, qué extraño te parecerá esto por que has pasado. Cuando ya no tengas mis brazos bajo tu cuello, ni mi corazón para descansar en él, ni esta boca sobre tus ojos. Porque algún día, tendré que irme, muy lejos. Pues es menester que ayude a otros: tal es mi deber. Aunque eso no sea nada apetitoso... alma querida..." De inmediato yo me presentía, sin él, presa del vértigo, precipitada en la sombra más tremenda: la muerte. Y le hacía prometer que no me abandonaría. Veinte veces me hizo esa promesa de amante. Era tan frívolo como yo cuando le decía: "Te comprendo".

O yo me despertaré, y las leyes y, las costumbres habrán cambiado-gracias a su poder mágico-; el mundo, aunque continúe siendo el mismo, me dejará con mis deseos, con mis dichas, con mis indolencias. ¡Oh! me darás la vida de aventuras que existe en los libros para niños, como recompensa, por tanto como he sufrido? Pero él no puede. Yo ignoro su ideal. Me ha dicho que siente nostalgias, esperanzas: eso no debe concernirme. ¿Le habla a Dios?
"Quizá debiera yo dirigirme a Dios. Estoy en lo más profundo del abismo, y ya no sé orar.
"Si él me explicara sus tristezas, ¿las comprendería yo mejor que sus burlas? Me ataca, pasa horas avergonzándome con todo lo que ha podido conmoverme en el mundo; y se indigna si lloro.


¡Si fuera menos salvaje, estaríamos salvados! Pero también su dulzura es mortal. Yo me le someto. ¡Ah, estoy loca!
Acaso un día desaparezca maravillosamente...




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